Hace bastantes días que no me acerco por mi pequeño rincón tomareño de internet porque estoy inmerso en una empresa ardua, repleta de peligros y engaños, acuciada al triunfo forzoso. Puede parecer una tontería, pero dejar de fumar, después de veinte años haciéndolo, ocupa el cien por cien de mi débil voluntad de fumador empedernido.
Y es que, he caído en la cuenta gracias a los adalides de las buenas maneras, del buen rollito, de la igualdad desigual y de las unicidades desmesuradas, de que me he convertido en un auténtico agresor social, un peligro público de primera instacia y de audiencia nacional, un maltratador de los derechos, un agresor constitucional, un ser susceptible de apoquinar y solucionar en algo el derroche de los políticos a base de multazos. Y todo, por exhalar el humo de mi cigarro tomándome una cerveza o el
culillo del café después de la tostada con zurrapa en el escueto hueco que separa la esquina de la barra del bar más cercano a mi casa y la puerta del mismo. Una distancia que no llega a cubrir medio metro, pero que para muchos, y los "derechistas" (los que hacen gala de sus derechos aunque no lleven razón) supone la invasión más execrable de su lastimosa y
victimosa sensibilidad medioambiental.
Hasta ahí puedo entenderlo, hasta eso puedo hacerlo, porque en mi familia, lo que se dicen fumadores, sólo soy yo, y procuro lo indecible para que los míos no tengan de tragar las consecuencias de mi propio pecado, pero lo que no puedo soportar es la hipocresía, la desfachatez y el engaño que supone esta nueva ley estrella de un gobierno que se dedica fundamentalmente a dos cosas, a ocultar y disipar los problemas reales de todos los españoles con leyes absurdas (sobre todo en su forma) y a introducirse paulatinamente en la vida privada de cada individuo, a ocupar ese espacio único de libertad que le queda al ciudadano como anteproyecto de lo que los señores (----as) ministros llaman "cambio social". En esas estamos.
Bueno, al menos, a los fumadores, incluso a los que estamos intentando ser ex-es, nos queda la opción de que si alguien nos llama feos por la calle, gracias al sublime y excelso pensamiento lógico-racional de
Leire Pajín, podamos recuperar lo que nos quitan (de pasta y de dignidad). Qué haríamos sin ella. Y es que, donde las dan, las toman.